LOS MEJORES RELATOS DE TERROR LLEVADOS AL CINE
LOS
LADRONES DE CADÁVERES. AUTOR. Robert L. Stevenson.
IDEA PRINCIPAL. En este cuento su autor nos habla de cuan lejos puede llegar un hombre por sus ambiciones y por otro lado, del miedo de esos mismos hombres de que sus víctimas regresen a martirizarlos.
PERSONAJES.
·
Fettes
·
Wolfe
Macfarlane
RESUMEN.
El cuento narra la oscura historia de un estudiante
de medicina de Reino Unido, que se ve involucrado en el negocio ilegal de la
profanación de cuerpos para su posterior estudio. La historia comienza en un
tiempo posterior a los hechos relatados a lo largo de la historia, en una
posada de Dobenham, donde un empresario fúnebre, el dueño de la posada, Fettes
y el narrador del cuento, se encuentran reunidos. En ese sitio, ocurre la
aparición de un tal Doctor Macfarlane, quien despierta el asombro y los nervios
de Fettes. En este momento, se deja ver que algún hecho de implicancia ocurrió
en tiempos pasados entre Fettes y el Dr. Macfarlane. Esta situación inicial culmina
con la rápida huida del Doctor, y la posterior salida de Fettes de la escena,
dejando la intriga en el lector y en el resto de los personajes. Rápidamente,
el personaje narrador (presente en aquella escena) comienza con la
recapitulación de los hechos pasados, y expone los hechos ocurridos entre
Fettes y Macfarlane. La historia, desde este punto en adelante, repasa a Fettes
desde sus estudios de medicina en Edimburgo, los giros que ocurren alrededor de
Fettes y su profesión y los sucesos a los que conducen. El giro de interés en
la historia de Fettes como próspero estudiante de medicina, ocurre cuando éste,
conducido por un profesor llamado Mr. K, y asistido en ocasiones por
Macfarlane, se introduce en el sórdido mundo del tráfico de cadáveres que eran
utilizados para su estudio.
EL GATO NEGRO
AUTOR. Edgar Allan Poe.
IDEA PRINCIPAL. La historia de un hombre cuya vida se ha visto transformada por la superstición y el miedo a las consecuencias de sus actos.
PERSONAJES.
·
El
hombre
·
El
gato
·
La
esposa
RESUMEN.
Desde la
infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que
abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla
para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me
permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo,
y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este
rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se
convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez
han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega
directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad
y la frágil fidelidad del hombre .Me
casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al
observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de
procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de
colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. Este último era un
animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo eran un
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que
todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo
creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. Plutón
tal era el nombre del gato se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo
yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle. Nuestra amistad duró así varios
años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi
carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a
día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y
terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,
sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que
llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente
consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos,
el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se
cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba pues, ¿qué enfermedad
es comparable al alcohol?, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y,
por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor
.Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé
en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano.
Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue
como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más
que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser.
Sacando del bolsillo del chaleco un corta plumas, lo abrí mientras sujetaba al
pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.
Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. Cuando
la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de
la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el
crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a
interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en
vino los recuerdos delo sucedido. El gato, entretanto, mejoraba poco a poco.
Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero
el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún
bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente
antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento
no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable,
se presentó el espíritu de la perversidad . La filosofía no tiene
en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy que mi alma existe
como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón
humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos
que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien
veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón
de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que
enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que
constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se
presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi
alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por
el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que
había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le
pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué
mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba queme había querido y porque
estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque
sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi
alma hasta llevarla si ello fuera posible más allá del alcance de la infinita
misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. La noche de aquel
mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:¡Incendio! Las
cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran
dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo.
Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento
tuve que resignarme a la desesperanza. No incurriré en la debilidad de
establecer una relación de causa y efecto entre el .Continué acariciando al
gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a
acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme
y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió
en el gran favorito de mi mujer. Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía
hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado,
pero sin que pueda decir cómo ni por qué su marcado cariño por mí me disgustaba
y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta
alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de
vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante
algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier
violencia; pero gradualmente muy gradualmente llegué a mirarlo con inexpresable
odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación
de la peste .Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a
la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón,
era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi
mujer, quien, como ya dije ,poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios
que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más
simples y más puros .El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo
grado que mi aversión .Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría
hacer entender al lector. Donde quiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi
silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a
caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus
largas y afiladas uñas en mis ropas ,para poder trepar hasta mi pecho. En esos
momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por
el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo quiero confesarlo ahora mismo por un espantoso temor al animal. Aquel temor
no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible
definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror,
el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más
insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había
llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he
hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que
yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había
parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica,
la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora
algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme
del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de
una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo ! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! Me
sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia,
cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!¡Ay,
ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los
más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro
y su terrible peso pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme
apoyado eternamente sobre mi corazón. Bajo el agobio de tormentos semejantes,
sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos
disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos
pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en
aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre
mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de
los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. Cierto
día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde
nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores
que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera
matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi
mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia
más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin
un solo quejido, cayó muerta a mis pies. Cumplido este espantoso asesinato, me
entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver.
Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr
el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi
mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos.
Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no
convenía arrojare l cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se
tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo
retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y
decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la
Edad Media emparedaban a sus víctimas .El sótano se adaptaba bien a este
propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién
revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había
dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la Sapiencia de una
falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al
resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa
parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que
ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me
equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca
y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo
mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma
original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido
que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo
enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien.
La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta
el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: Aquí,
por lo menos, no he trabajado en vano .Mi paso siguiente consistió en buscar a
la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a
matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría
quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia
de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la
ausencia dela detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella
noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda
y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. Pasaron
el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré
como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre!
¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de
mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones,
a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la
casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me
parecía asegurada. Al cuarto día del
asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una
nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud.
Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni
rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los
seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente,
como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del
sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí
para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a
marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía
en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar
doblemente mi inocencia. Caballeros dije, por fin, cuando el grupo subía la
escalera, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad
y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy
bien construid.. Repito que es una casa de excelente construcción.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas,
golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del
enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro
de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al
sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un
largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor
de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber
brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los
demonios exultantes en la condenación. Hablar de lo que pensé en ese momento
sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por
un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror.
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza.
El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie
ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me
había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
LA FAMILIA DEL “VURDALAK”
AUTOR. Alexia Tolstoi
IDEA PRINCIPAL. Las aventuras de un joven marqués durante un viaje de negociaciones políticas que se tropieza con una familia vampírica.
PERSONAJES.
·
Marqués
de Urfé
La
corriente literaria que arranca del romanticismo y que hizo del vampiro una
figura cuya popularidad no ha cesado de incrementarse hasta nuestros días
alcanzó también al vasto imperio ruso gobernado por los zares. Tomando como
base leyendas populares eslavas acerca de estos malignos seres,
(1817-1875), notable escritor eclipsado por la
fama de su lejano pariente León, escribió los dos relatos que se reúnen en este
volumen. EL VAMPIRO, centrado en la figura del upyr ruso, es un relato que
puede incluirse, sin duda, entre los mejores del género. LA FAMILIA DEL
VURDALAK, situada en laagreste campiña serbia, nos describe otra variante
vampírica en unas páginas cuyo ritmo, atmósfera y trepidante desenlace
anticipan el más inquietante cine de terror.
LOS PÁJAROS
AUTOR. Daphne du Maurier
IDEA PRINCIPAL. El demencial comportamiento de las aves que atacaban sin un motivo muy claro a los seres humanos residentes en las islas británicas.
PERSONAJES.
·
Nat
Hocken
·
Su
familia
RESUMEN.
Cuenta la historia de un granjero inglés que se ve
atemorizado por el acoso de los pájaros que habitan el lugar. Él será el
primero en advertir que no se trata de un hecho aislado, sino que los pájaros
de todo el país están organizándose en un ataque, inteligente y feroz, contra
los humanos.
LA SIRENA DE LA NIEBLA
AUTOR. Ray Bradbury
IDEA PRINCIPAL. La extraña y agitada noche de los fareros con la llegada del monstruo desde los abismos del océano.
PERSONAJES.
·
McDunn
·
Johnny
·
La
criatura
RESUMEN.
Allá
afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada
de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y
encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el
cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego
rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra
luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que
temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como
mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? preguntó
McDunn.Sí dije. Afortunadamente, es usted un buen conversador. Bueno, mañana
irás a tierra agregó McDunn sonriendo a bailar con las muchachas y tomar
ginebra.¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?En los misterios
del mar. McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde
de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena
zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa
no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos
desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos
pocos barcos. Los misterios del mar dijo McDunn pensativamente. ¿Pensaste
alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil
formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los
peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse
flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre
ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me
quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la
medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces
desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro,
pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las
aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma
con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre
que creyeron ver a Dios? Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del
mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.Oh, hay tantas cosas
en el mar. McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso
durante todo el día y nunca dijo la causa. A pesar demuestras máquinas y los
llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las
tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo,
allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con
trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguasa
dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la
cola den cometa. Sí, es un mundo viejo. Ven. Te reservé algo especial. Subimos
con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces
del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo
de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba
regularmente cada quince segundos. Es como la voz de un animal, ¿no es cierto?
McDunn se asintió a sí mismo común movimiento de cabeza. Un gigantesco y
solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones
de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y
los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny,
y es hora que lo sepas. En esta época del año dijo McDunn estudiando la
oscuridad y la niebla, algo viene a visitar el faro.¿Los cardúmenes de
peces?No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no
puedo callarás. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No
diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas
tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y
escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las
luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta
vez hay alguien conmigo. Espera y mira. Pasó media hora y sólo murmuramos unas
pocas frases. Cuando nos cansamos desesperar, McDunn me explicó algunas de sus
ideas sobre la sirena. Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el
sonido del océano en lactosa fría y sin sol, y dijo: Necesitamos una voz que
llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz
que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía
junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como
otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur,
gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría.
Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas,
y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán
que es bueno estar en casa.
Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan
conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida. La sirena llamó. Imaginé esta historia
dijo McDunn en voz baja para explicar por qué esta criatura visita el faro
todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...Pero...
interrumpí.Chist... ordenó McDunn. ¡Allí!Señaló los abismos. Algo se
acercaba al faro, nadando. Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba
en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos
de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar
profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris
como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, en
seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande,
oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más
cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un
delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro
y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió
sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros
de largo. No sé qué dije entonces, pero algo dije. Calma, muchacho, calma
murmuró McDunn.¡Es imposible! exclamé. No, Johnny, nosotros somos
imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado.
Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros. El monstruo
nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla
iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del
monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un
disco quien lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El
silencio del monstruo era como el silencio de la niebla. Yo me agaché,
sosteniéndome en la barandilla de la escalera
.